Sandra Arcos Reyes Periodista ,madre de dos, hija, hermana, en constante des-aprendizaje. 2017 fue un año inolvidable, en más de un sentido. En agosto me enteré que era mamá de Alejandro y la pequeña de la familia ingresó a la secundaria; en septiembre, el terrible terremoto del 19 me sorprendió en Puebla y nunca como en esa ocasión, el regreso a casa me pareció eterno.
En octubre mi “hija” cumpliría 16 años, pero en esa ocasión todo era confuso, no sentía ánimos para celebrar. Nadie fuera de nuestra casa sabía que todas las noches lloraba antes de dormir pensando ¿qué vamos a hacer? y al despertar, el primer pensamiento era sobre lo que vivíamos. Los silencios eran muy largos entre nosotros. Sin embargo, había alguien que empezaba y mantenía las conversaciones, seguía cantando, bailando y parecía no darse cuenta de lo que pasaba: mi hija Ximena, quien me demostró, a sus 12 años, que mis prejuicios estaban más arraigados de lo que yo creía.
Cuando me acerqué a ella, en uno de esos días en que podía hablar sin llorar, le pregunté ¿qué pensaba de lo que vivíamos en ese momento? ¿sentía tristeza por perder a su amiga de juegos, de cantos, de baile, de a de películas de Barbie? Creyendo que necesitaba consuelo la abracé, y ella me dijo: “Mamá, yo lo sabía desde hace mucho. Además, no pasa nada, en lugar de una hermana, tengo un hermano”. Todo lo dijo con tranquilidad, firmeza, viéndome a los ojos, sin sorpresas ni lágrimas.
Me quedé muda ¿cómo era posible que a sus 12 años Ximena percibiera la situación de una forma tan relajada, tan natural? ¿acaso no se daba cuenta de que todo iba a cambiar? ¿que ya no tendría esa conexión tan especial que existe entre las hermanas? No tengo hermanas y siempre sentí deseos de vivir esa complicidad única. De alguna manera, la observación de Ximena me dio tranquilidad pues sabía que ella estaba bien, que tenía paz, que su vida seguía entre la escuela, los juegos y sus nuevas amigas. Así que entonces podía dedicarme a Alex, sin sentir culpa. Bueno, no tanta culpa. Era momento de ir más allá de las cuatro paredes y buscar apoyo. Pensé primero en mis padres, sentí que debía decirles lo que pasaba pues su relación con mi “hija” es muy estrecha y creí que sería fácil hablar. Pero no fue así. ¿cómo iba a explicar algo que no entendía?
No pasó mucho tiempo para que mi mamá dijera: “¿qué tienes? A ti te pasa algo, ¿qué sucede?” Era lo único que necesitaba para empezar a hablar y desahogarme, necesitaba compartir la tristeza con alguien más fuera del núcleo familiar.
Cuando le platiqué a mi mamá que su primera nieta, a la que cuidó desde que nació decía que no era una chica sino un chico, también lloró y me dijo que iba a rezar para que se le pasara pronto esa etapa. Aunque fui formada dentro del catolicismo, desde hace varios años no profeso ninguna religión, pero en esos momentos sentí que debía hacerlo. Le agradecí a mi mamá y reconozco que sentí alivio al compartir la angustia y el miedo.
Dice Alex que 2017 fue un buen año para él: dejar la secundaria para no volver a usar la falda y porque entraba al bachillerato donde nadie lo conocía.
Llegó noviembre y la fiesta de Halloween le dio la oportunidad de vestirse de ángel negro y fue la primera vez que lo vi usar una venda para oprimir el pecho y dijo que era parte del disfraz. No me encantó la idea, pero dije: es sólo por esta noche. Atrás quedaron los disfraces de brujas, Maléfica, Gatúbela y Lady Bug. Salió con su hermana y sus primos a pedir dulces y al regresar me contó que alguien le dijo: ¡que buen disfraz amigo! Era la primera vez que alguien lo llamaba con pronombres masculinos y estaba muy contento por ello.
Me sentí extraña y confundida. Que otras personas, ajenas a nuestro pequeño mundo lo percibieran como un hombre me causaba malestar, incomodidad, porque seguía viendo a mi hija. Aun no podía hablarle en masculino y tampoco utilizar otro nombre. Me pareció más sencillo decirle cariño, corazón, amor. No sabía lo importante que era para él ser nombrado Alejandro.
Y entonces se reanudó el viaje a Puebla que el sismo había cancelado en septiembre. Viajar por varias semanas en el último trimestre de ese año me permitía evadir lo que pasaba en casa. De alguna manera era un descanso. Mi esposo se quedaba con mis hijos y yo solo llamaba para preguntar si estaban bien; en realidad no quería saber mucho.
Ese sería el último viaje del año y fue cuando le conté a Mario que tenía un hijo trans y que no sabía qué hacer. Él dijo: “mi amiga Siobhan Guerrero puede orientarte, le enviaré mensaje”. Uno o dos días después tenía la respuesta: “Yo le recomiendo hablar con Xantall del grupo Transformar-Trascender. Tiene 30 años de experiencia en temas trans, familias y adolescencia”.
Al fin veía una posibilidad de poder entender qué estaba pasando, y en el fondo deseaba que alguien con tanta experiencia me dijera que mi “hija” estaba confundida o influenciada. Eran tantos mis prejuicios que no creía posible que mi “hija” adolescente fuera capaz de saber quién era o lo que necesitaba.
Pero hubo otra recomendación de Siobhan: buscar a Lina Pérez del grupo Cuenta Conmigo. No recuerdo claramente cómo fue que obtuve el número o cómo la contacté, pero el 23 de diciembre teníamos una cita para toda la familia.
Llegó el día y estábamos los cuatro en la sala que funcionaba como consultorio, había un pizarrón blanco, una televisión y una mesa de centro. Lina estaba sentada frente a nosotros y a mi lado había una caja de pañuelos desechables. En estas sesiones se volvieron imprescindibles para mí.
Ahora sí, era la primera vez que le dirían a mi “hija” que aquello que sentía era parte de una etapa y estaba confundida, porque además llegué muy segura a la sesión “explicando” el sentir de mi hija; sí, así de absurdo fue, sobre todo cuando dije: “es que mi hija dice que es un chico, pero el sexo es el género ¿no?, entonces no puede ser cierto lo que dice”. Imagino en este momento las caras de los terapeutas que conozco actualmente al enterarse que ésa era yo en 2017 y sí, de ese tamaño eran mis prejuicios e ignorancia. Pero así lo había aprendido, desde la escuela católica a la que asistí por muchos años, luego solo fue repetir lo que “todo mundo hacía”, porque eso era lo “normal”, lo “natural”: naces con vulva, eres niña y si naces con pene eres niño y no hay más. Todo lo que no estaba dentro de ese esquema pertenecía a un mundo extraño, diferente y no era el mío. Cuando dije que el sexo y el género eran lo mismo, Lina me miró sin sorpresa, me parece que estaba acostumbrada a esas declaraciones de parte de padres y madres. Volteó a mirar a mi hijo y le preguntó: ¿cómo quieres que te llame? Y yo dije: ¡¿Otra vez?!
Alejandro, respondió él tímidamente. Y durante las 4 horas de la sesión se refirió a él con ese nombre y le cuestionó por qué lo había escogido y mi hijo señaló: “cuando tenía 11 años le pregunté a mi mamá cómo me habría llamado si hubiera sido niño y ella dijo que Alejandro, que ese nombre le gustaba mucho, por eso decidí llamarme así”.
Recuerdo ese momento y pienso: ¿desde cuándo mi hijo sabía que era un chico? ¿alguna vez intentó decirlo y no se atrevió? ¿envío alguna señal que yo ignoré conscientemente o simplemente no la pude ver? ¿cómo hizo para seguir en un rol que no le hacía sentir a gusto? ¿fue infeliz en su infancia? ¿dónde estaba yo que no me daba cuenta de esto? ¿tenía miedo de contarme? ¿fui una madre ausente?
Y entonces, empezó a relatar vivencias que yo desconocía o que tal vez conocía pero que no recordaba o no quería recordar. La memoria suele ser selectiva. Continuará….
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